(Este artículo lo envié a un colega del vespertino Última Hora, al
día siguiente del suicidio del cronista Víctor Muñoz. Por razones que desconozco, no fue publicado.
Lo reproduzco hoy, en el 27 aniversario de la muerte de "El Besuquero", como un homenaje a su gran amistad.)
La
inevitable visita de las parcas en reclamo de mi vida, cuando ellas así lo
decidan, me tiene sin cuidado, pues como bien expresara el profesor Bosch a
mediados del año pasado, “la muerte no tiene importancia”.
Y
en efecto, lo importante es la vida. Por ello, cuando una persona joven se
adelanta al reclamo de las inexorables “deidades del Infierno” y decide poner
fin a su existencia, agobiada por la vaciedad, el hastío y el aislamiento
producido por la vida moderna, se me encoge el alma. Y en el caso específico
del suicidio de un compañero como Víctor Muñoz, me veo compelido a expresar un
mea culpa, en nombre de todos quienes afligidos, acompañamos su cadáver hasta
su última morada pero en cambio, conociendo su estado anímico depresivo, no
fuimos capaces de acercarnos a su hogar a llevarle un cálido afecto que quizás
le hubiera ayudado a superar la crisis de impotencia por la que estaba
atravesando. (“Yo y mi sombra, ni un alma
a quien contarle nuestras penas… Sólo yo y mi sombra, completamente solos y
sintiéndonos tristes”.)
El
lunes nueve del corriente, la periodista Rosanna Grullón, presintiendo lo peor,
me convidó a hacerle una visita al “Besuquero” para llevarle un poco de
aliento, así como recomendarle consultar a la psicóloga Bonnie Baher. Esa tarde
llamé a Víctor por teléfono y conversamos acerca de su estado de salud y sobre
la posibilidad de iniciar juntos en febrero, un programa radial. Me dijo que se
sentía bien y que se trataba sólo de problemitas sin importancia. Quedamos de
juntarnos después de la entrega de los Premios Casandra, para ultimar los
detalles del programa de arte en cuestión.
Esa
noche le comuniqué a la compañera Rosanna la conversación que sostuve con
Víctor y le pedí que aplazáramos la visita a su casa, porque nuestro colega
estaba bastante recuperado. Quizás mi excesiva preocupación por mi propio
bienestar (al igual que sus familiares y allegados) me impidió descubrir en las
escuetas palabras de Víctor, cualquier indicio sobre el fatal desenlace que se
aproximaba.
¿Pudo
haberse evitado el suicidio de Víctor Muñoz? Creo que sí. Como bien expresa esta
máxima: “el amigo bebe ser como la sangre, que acude a la herida sin que la
llamen”.
Pero
no es momento ya de inútiles lamentaciones ni de hipócritas homenajes póstumos,
sino de honda reflexión. Ojalá que la sorpresiva muerte de Víctor Muñoz nos
sirva de lección a los cronistas de arte, nos estimule en pro de la unificación
y nos impulse en lo adelante a ser más comprensivos, más solidarios, más
humanos. Que así sea, por la eterna memoria de un compañero que fue ejemplo de
humildad y de altruismo, y que sucumbió angustiado y abatido, ante la
indiferencia y la apatía de quienes teníamos el deber solidario de ayudarle a
creer en la utilidad de su vida. (“Se
está haciendo tarde. ¿Alguien me reclamará alguna vez? ¿O quizá no me necesitan
para nada?”)
18 de enero de 1986
Pie
de foto: Víctor Muñoz sonríe, entre Wilkins y Arismendi.
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