Chiqui Vicioso
(Publicado en el programa de mano con motivo
del homenaje-concierto Don “pueblo” Mir, realizado el 20 de marzo del 2000, en
la Sala Principal del Teatro Nacional).
Hay un país en el mundo, donde nació un poeta llamado
Pedro Julio Mir Valentín, un 3 de junio de 1913.
Hay un país en el mundo, donde se gestó el antillano
perfecto: de padre cubano y de madre puertorriqueña, ve la luz en San Pedro de
Macorís, República Dominicana.
Oriundo de la noche, colocado en un inverosímil
archipiélago de azúcar y de alcohol, se traslada a Santo Domingo, donde se
inicia en los estudios de Derecho en la Universidad de Santo Domingo, mientras
ejerce el periodismo y enseña literatura en la Escuela Normal de Varones.
Sencillamente liviano, como un ala de murciélago
apoyada en la brisa, la literatura comenzó a deslumbrarlo a los 17 años, cuando,
por el cruce de los ciclones por su ingenio natal, se inicia en la lectura de escritores
como Rubén Darío, Julio Herrera Reisig, Víctor Hugo y Julio Verne, Joyce,
Proust, Guillermo de la Torre, Baudelaire y Rimbaud, así como de diversas
antologías de poetas chilenos y uruguayos.
Sencillamente claro, como el rastro del beso en las
solteronas antiguas, o el día de los tejados; sencillamente frutal, fluvial y
material; y, sin embargo, sencillamente tímido y pateado como una adolescente
en las caderas. Sencillamente triste y oprimido, sencillamente agreste y
despoblado, su origen humilde, su amistad con un grupo de jóvenes “sin futuro”,
y su vocación solidaria con los marginados de la sociedad de su tiempo, le
fueron marcando un sentimiento de protesta contra las desigualdades sociales,
convirtiéndolo en lo que se ha llamado,
un “poeta social”, “a mucha honra” como declarara el poeta a un grupo de
periodistas.
Las páginas literarias del Listín Diario, periódico
más antiguo de la nación, dan a conocer sus primeros poemas, los cuales
aparecen publicados el 19 de diciembre de 1937, prologados por su entonces
director, Juan Bosch, quien visionariamente lo define como “el poeta social
esperado”.
Este éxito inicial, empero, no logra obviar que hay un
país en el mundo donde un campesino breve, seco y agrio, muere; y muerde,
descalzo, su polvo derruido; y la tierra no alcanza para su bronca muerte.
¡Oídlo bien! No alcanza para quedar dormido.
Es un país pequeño y agredido. Sencillamente triste.
Triste y torvo, triste y acre, sencillamente triste y oprimido. Un país donde
el poeta transgrede el sentimentalismo, porque su discurso metafórico no aspira
a la transparencia, sino a hacer trascender su mensaje de denuncia, su bella y
terrible verdad, “mediante el uso de los recursos poéticos de la contraposición
y los contrastes”, como dice Luis Beiro. Rescate de la letanía, donde mediante
la repetición de la imagen se trata de exorcizar el dolor, o de convocar la
esperanza.
Generoso, el primero en reconocer el nacimiento de un
gran poeta fue el también gran poeta Fabio Fiallo, quien saluda a Pedro Mir con
una exclamación: “¡Auténtica poesía!”; y, en sus propias palabras, “se echa para
atrás y le deja el paso a quien llega con su penacho de novedades en la mano”.
Procedente del fondo de la noche, Pedro Mir asume el
silente discurso de todos, para hablar de un país precisamente pobre de
población, un país donde faltan hombres –y mujeres- para tanta tierra. Hombres
que desnuden la virgen cordillera y la hagan madre después de unas canciones.
Hombres que arrodillen a los árboles; y, entonces, contra las leyes de la
gravedad, los alcen contra el sol y la distancia, y les saquen reposo, rebeldía
y claridad. Hombres y mujeres que se acuesten con la arcilla, y la dejen parida
de paredes.
Esto era, y es.
Faltan hombres y mujeres, y
falta una canción.
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